Exposición La piel del agua



Texto de Carlos Muguiro para el catálogo de la exposición:
La piel del agua
Se ha cumplido ya el centenario del nacimiento de la Escuela del Bidasoa, fechado en torno a 1895, que hizo de este río un territorio de representación y contemplación pictórica, como lo era el Hudson de Nueva York para los pintores del Iluminismo o el jardín de Giverny para Claude Monet. En aquel viaje fundacional que transfiguró la naturaleza en paisaje, los pintores remontaron el cauce, del mar a la montaña, desentrañando el misterio de luces y sombras del Bidasoa hasta el valle de Baztan. Allí depositaron, como diría Mishima, “la gracia del mar”, como nostalgia y anhelo siempre insaciable, punto de fuga del paisaje y de otras proyecciones que siguen alimentando hasta el día de hoy el imaginario artístico. Desde ese tiempo, y especialmente tras la herencia pedagógica y fraternal de Menchu Gal, un puñado de pintores nacidos en la montaña (pienso sobre todo en José Mari Apezetxea y Ana Marín), siguiendo un impulso inverso, han ido descendiendo el cauce hacia el estuario del Cantábrico, desandando los pasos de Darío de Regoyos, Vázquez Díaz, Montes Iturrioz y Bienabe Artia.
La exposición La piel del agua que ahora llega a Irún, precisamente porque llega a Irún, no sólo hace entendible esta historia del paisaje sino que completa la lógica estética que a lo largo de cien años ha hecho del Bidasoa un enigma pictórico, como el laboratorio experimental de Mont Sainte-Victoire para Cezanne. Hay, pues, una manera histórica y circular de acercarse a esta exposición de Tomás Sobrino que nos lleva a sus orígenes y que encuentra aplicación incluso en el recorrido que se ha dispuesto en la sala. Tomás Sobrino regresa a Irún, aunque nunca estuvo aquí. Regresa a donde nunca estuvo como quien vuelve a la casa que alguna vez abandonaron sus ancestros, con la sensación de que todos ellos le aguardan en el zaguán. De aquí partieron sus maestros, Menchu Gal y Gaspar Montes Iturrioz, éste fue asimismo el refugio de su amigo Jorge Oteiza. Es el destino, finalmente, de las aguas del Bidasoa que desde hace años retrata con metódica precisión.
Conviene acercarse a la obra de Sobrino desde la quietud y el silencio contemplativo, deteniendo el fluir natural que en la galería lleva de un cuadro a otro y plantándose ante cada obra, contradiciendo la lógica del agua, proyectando una mirada densa y vertical, no panorámica sobre cada imagen. Ahí, cuadro a cuadro, el ojo frente a la piel del lienzo, en soledad, nos encontramos con la aventura estética que ocupa desde hace tiempo al pintor de Elizondo: el desentrañamiento del acto de mirar. Contradiciendo al discípulo incrédulo del Evangelio (“Tomás, porque has visto has creído”), éste otro Tomás entiende que el ojo necesita creer para ver. Sólo de esa fe en lo inadvertido, lo fugaz o directamente lo invisible, el ojo es capaz de desentrañar la estructura o el andamiaje de lo visible. Lo visible no es, para él, el primero y más gratuito encuentro con el mundo, sino la manera siempre misteriosa en la que la naturaleza se hace presente, se revela. Revelar (re-velar), es decir, sobre cómo ocultar lo oculto… para ver mejor. Tomás Sobrino encuentra en la abstracción de las formas naturales la mejor manera de entender figurativamente el universo que nos rodea: ocultar para ver, como si sólo a través de la abstracción (que está cifrada en el mundo) pudiéramos acceder a un conocimiento real de la naturaleza.
Es tentador arrimar la obra de Sobrino a la estela de Monet, precisamente por los motivos evanescentes, acuosos y fugaces, las sutiles transparencias del “jardín del Bidasoa”, incluso por el título de la exposición, La piel del agua, que parece referirse a la faz expuesta del mundo. Ahora bien, en este caso la piel es también, y quizá sobre todo, el lienzo que deja entrever, que muestra pero que también oculta. Más allá de las referencias que estimula la referencia al jardín de Monet, bajo el velo de los cuadros de Sobrino se cobija, siempre, el andamiaje constructivo y compositivo que sustenta la visión y que remite con justicia a Cezanne, padre de la pintura moderna. Bajo la piel del agua se esconde la estructura sólida de lo visible, la arquitectura que detiene el mundo y lo hace piedra, espacio, receptáculo para el ojo y la experiencia.
Esta es la encrucijada que sustenta la obra de Sobrino: un pintor de apariencia impresionista (fascinado por lo enigmático y cambiante, por lo inasible del mundo) que bajo la piel de sus cuadros oculta el trabajo de martillo y cincel del escultor que apuntala los límites, define el espacio y habilita un territorio férreo, precisamente, para que lo visible aparezca. En el velo del agua.





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